martes, 21 de febrero de 2017

Amapola

Por el Dr. José Pérez

Su hija siendo una de las más hermosas jóvenes, de todas aquellas bellas que tongoneaban sus cuerpos mientras sin parar bailaban alrededor de la hoguera, dándole más calor y viveza al areíto, su madre la miraba con ojos de admiración, orgullosa de su hija. Su cuerpo tallado con perfecto acabado, su color como el chocolate, su risa alegre, dejando escapar la promesa de la ternura y la incandescencia de esos primeros días, cuando las flores se abren, embriagando todo con perfume endrogante y agradable. Aveces, al mirarla, ella se quedaba taciturna, profundamente pensativa, recordando los años cuando ella misma fue joven, recorriendo los frescos valles esplendorosos, llenos de flores, muchas veces siguiendo los colores del arcoiris y con la mirada fija en el lejano horizonte azul de la isla conocida como Ayití.

Ella sabía que no estaba lejano el día en que un galán fuerte y atractivo viniera y la arrancara de  sus maternos brazos. La magnífica representante de la ardiente taína raza; la que corría por las playas recogiendo caracolitos y coleccionándolos por colores, con sus  bonitos piesecitos como envueltos en terciopelo; la que dormía en los lechos de flores que ella misma seleccionaba, para deleitarse con su aroma. La pequeña doncella que al caminar, con su cuerpo desnudo, todos admiraban. Su torso al descubierto y los pezones que invitaban a jugar los naturales juegos del amor, y que producían el ardor en la sangre de los jóvenes de Marién, que apasionadamente la miraban de forma subrepticia, sin poder contener la atracción corporal, el instinto que conquista montañas, glaciares árticos y antárticos y que no hay fuerza que pueda doblegar ni contener. Se han dado casos de humanos peculiares, que traen con ellos todo. Admirados por todos, y todos sintiendo la involuntaria obligación de protegerlos, mimarlos, de confiar en ellos, de someterse mansamente a su influjo alegre, provocativo y serpentino. Es la pasión humana por la admiración de lo perfecto, que raras veces puede aparecer en la imperfección de los humanos.

Su nombre era Amapola. Su raza, la más pura estirpe taína, la raza que triunfó en tremendas batallas contra los Guanahatabeyes, la otra nación que se fue desmigajada en el tiempo y que estuvo en la isla antes que ellos. Su padre fue un aguerrido guerrero que pereció en el campo de batalla; hermoso taíno que sabía usar la macana, el arco y las flechas con poderoso ímpetu, y con formidable e inigualable temple. Murió en una emboscada, por donde hay una mata de níspero, aledaña a la rivera de río, donde a veces las tórtolas arrullan, y donde todavía reverdece una mata de bija, reviviendo las reminiscencias de aquellos lejanos días.


Ella la había amamantado cuando tierna, y la vio crecer y jugar con las mariposas, siguiéndolas mientras iban de flor en flor, con pura inocencia admirando sus colores; desde niña subiéndose en las matas de frutas. Y la vio convertirse en hermosa mujer joven, con los negros cabellos que le cubrían el cuerpo. Soberbia descendiente del linaje Arawac. Pura como el aire mañanero. Vivaz como los rayos del sol quisqueyano. Con una simple mirada se podía apreciar la pureza de la sangre que le corría en las venas, la nobleza de la sangre taína.

Aunque algunos caciques preferían manejar los asuntos de los cacicazgos de forma peculiar, no era raro que en algunas ocasiones, el gran concilio de toda la isla de Ayití, se reuniera para tratar algunas comunes inquietudes, fuera ello los efectos devastadores de los ciclones; otras veces la escasez de los productos agrícolas, mermados debido a la sequía. Incluso, hubo una vez en que todos juntos tuvieron que hacer frente a violentos Caribes que vinieron del sur, y que hasta hablaron de inimaginables riquezas, todo tipo de productos agrícolas, de extrañas frutas, del pan  de maíz, y de enormes aves que abrían sus alas en elevadas montañas, pasando lentamente como estudiando todo.

Tampoco era extraño que algunos cacicazgos celebraran la unión de uno que otro jóvenes, que aún perteneciendo a diferentes regiones, en algún momento se habían prometido amor, pues la atracción amorosa es una electrificante corriente que no sabe de fronteras, atalayas, brazos marinos o tupidas junglas. En estas ocasiones se bailaba el areíto, y se bebía el vicú o licor hecho de la fermentación de la yuca o mandioca. Además, se veía a los viejos del grupo disfrutando del humo del tabaco, mientras referían viejas historias que los jóvenes atentamente escuchaban, con gran interés, y sin mover los ojos.

No es de dudar que así fuera que vino a suceder que un día, en una fresca primaveral mañana, mientras las flores de los valles estaban siendo visitadas por los zumbadores, y los vientos de barlovento todavía no soplaban los calores del trópico; cuando las amapolas pintaban el panorama, dándole un hermoso anaranjado colorido a todo, un apuesto joven, fornido y de bronceada piel, pensó que él había oído un ruido en la cañada. Quizás fue una jutía o un solenodón pensó el muchacho, o una lechuza que voló de su nido, o podía ello haber sido la corriente del río, al chocar con una yagua que cayó de una palma, figuró él sorprendido. El estaba cierto de haber oído algo. Y levantó su arco, preparando una flecha, con los músculos tensos, recordando una historia que contaba su padre, acerca de visitantes que venían a la isla en horas de la noche, merodeando y trayendo con ellos violentas intenciones, muchas veces cargando con productos y raptando mujeres, que tomaban con ellos para el sur, de donde se hablaba de inmensos territorios y de extrañas bestias. Esos hombres referían de ríos gigantescos y de exóticas junglas, y de enormes aves que volaban sobre helados picos. Esas furtivas visitas sucedían a menudo, desde tiempos inmemoriales. Sabiendo todo esto, porque también lo había escuchado de boca de algunos de los fieros taínos guerreros, que hacían mención de ello en las calurosas noches, cuando todos acudían a oír los viejos cuentos, que los viejos contaban, fue que el apuesto joven, indolentemente se acostó sobre la fresca grama, tratando de  mirar qué era lo que de tal manera su atención había llamado.

Describir la sensación de pena, angustia, debilidad, melancolía, desvalidez, todo mezclado en una emocionante aventura que pareció durar siglos, pero que realmente sucedió en algunos fugaces segundos, necesitaría de largas narraciones, donde tendría que hablarse del carácter humano y sus flaquezas, de conexiones profundas en el cerebro, relacionadas con descargas hormonales, y de reacciones corporales que son como volcanes en los años jóvenes. Esta es la única forma en que  sería posible explicar y exponer en detalle lo que ocurrió con él en aquel instante.

Todavía ella no se había percatado de su presencia. Ella simple e inocentemente se preocupaba de mirar las nubes, que pasaban como blancos ferrocarriles, sin dirección alguna, sonriéndose al pasar apresuradas, del idílico ensueño tormentoso que se estaba fraguando allá debajo.

El nombre del joven era Bohechío, fervoroso y con fuerte musculatura, ágil como un felino, con ojos como el carbón encendido, llevando en él la fiereza del defensor, responsable, sereno,   inquebrantable, nunca dando su brazo a torcer, cuando se trataba de proteger el territorio. Aún siendo tan joven se podía notar que llevaba en él el temple del líder. Su hermana Anacaona era ya famosa por su legendaria belleza. El pertenecía al cacicazgo de Jaragua, en el occidente de la isla quisqueyana, también conocida con el nombre de Ayití o “Tierra de las altas montañas”.Fama había que él como nadie jugaba al batú,o juego de pelota, cuando todos los jóvenes se medían en el batey, y que ninguno había sido capaz de ganarle en las luchas, que como  gladiadores,  se enfrentaban aquellos jóvenes taínos en las frecuentes celebraciones, en las argentinas noches de Quisqueya, claras como el día; con la luna que daba la impresión de una torta de casava. Habían algunos que decían que aún siendo tan joven, él tenía el arrojo requerido para algún día llegar a ser un Cacique o Yucayeque.

Cuando ella lo vio no supo lo que hacer, su cuerpo quebrantado, estupefacto, sus labios ardorosos delatando la pasión, en prueba de la sangre caliente circulando en su cuerpo. Los manojos de flores que ella tenía en sus manos cayeron donde quiera. Ella huyó entre los árboles, como antílope herido, tratando de escapar del influjo que él había producido en su cerebro, no sabiendo  en su juventud lo traicionero de la atracción humana, donde un fugaz contacto puede crear raíces que crecen como pulpos y se convierten con el tiempo en telarañas tan fuertes, que son capaces de enfrentar  las más potentes tempestades. Siguiendo el trillo aledaño al riachuelo, la joven corrió y corrió igual que una gacela perseguida por el fantasma de lo desconocido; de sentir algo nuevo, que nunca jamás antes ella había sentido.

Cuando llegó a la aldea, no supo lo que hacer, sin sosiego, intranquila, las lágrimas cubriendo sus hermosos ojos, llorando amargamente y sin saber porqué. Que así es el veneno del primer amor, de la virgen pasión que quema y que convierte el cuerpo en un horno voraz, dulce, amargo y salado al mismo tiempo. La madre la miró curiosamente. Su intuición materna le indicó de inmediato que algo no era normal, que su amada hija no era la misma.” Quizás  estaba  enferma, o se había caído,” pensó ella. “Amapola, mi amor, ¿qué te sucede? ¿Por qué ese río de lágrimas? ¿De dónde la piel enrojecida, te duele algo? Ven a mis brazos hija, que yo te protejo.” Al abrazarla, la madre notó que la joven temblaba, como si el pánico se hubiera apoderado de su bello cuerpo, y la risa se hubiera evaporado de sus bonitos labios.”¿Qué te pasa amor mío?” preguntó ella, asombrada del extraño fenómeno. Cuándo iba a sospechar la preocupada madre que su adorada hija estaba herida, con la herida que produce calor y frío al mismo tiempo, la herida donde las sensaciones de alegría y congoja pueden convivir en el mismo buqué, nutriéndose de las diarias experiencias que el humano ha aprendido de la naturaleza.

El, Bohechío, el que varonilmente jugaba a la pelota, uno de los del frente, cuando se iba a enfrentar a los violentos visitantes, que periódicamente en son de guerra, venían a la isla; el que nunca fallaba una flecha cuando la enviaba con muscular destreza, él que nunca había visto similar belleza, se sentó en el tronco del árbol, con miedo a que la visión se evaporara, se fuera de su mente, que la imagen desapareciera, anonadado y cautivado.”¿Y si era todo un sueño? ¿Si su imaginación lo estaba traicionando?” pensó él maravillado. Pero ahí estaban las flores, todavía frescas, regadas por doquiera.

No son necesarios muchos detalles imaginativos para exponer lo que siguió después del  famoso encuentro. Las miradas furtivas, los contactos de las manos en los bailes nocturnos y las fiestas de palos, las flores halladas en inesperados lugares, los encuentros fortuitos, las incontrolables  sonrisas, dejando traslucir las emociones; visitas familiares, regalos; el amor taíno mezclado con viril juventud mirando la luna con promesas sonrientes y disfrutando las estrellas fugaces, que tan comúnmente aluzan las noches quisqueyanas; el sufrimiento de tener que esperar al otro día, a que saliera el sol, que se tardaba tanto para volver en las mañanas.

¿Cómo controlarse ante la existencia de semejante pureza y el idilio de igual belleza? ¿Cómo triunfar ante el ímpetu y fuerza de la juventud? ¿Cómo tener la paciencia de tener que aguardar para verse otra vez? El oír su nombre en el cantar de las aves, sin podérselo arrancar de la mente ni siquiera por un minuto. Las secretas escapadas para mirar la luna reflejada en las olas, en las noches claras como el día, en la blanqueada arena de las playas. Seducción mutual y vibrante, preludio de la pasión que se estaba cociendo en el fogón volcánico de aquellos hermosos taínos dos amantes.

De festejos nupciales se oyó hablar, siendo invitados todos los caciques taínos, por medio de emisarios, que recorrieron la isla de punta a punta llevando la noticia. No habiendo en la isla de Quisqueya especie alguna de animales de montura, lo que era de esperarse, pues la isla emergió con las otras de las profundidades del océano, hacía más de 50 millones de años, en el Período Eoceno y durante uno de esos cataclismos que a menudo ocurren en el planeta tierra.

Cuando el gran día nupcial llegó, con grandes pompas, la isla entera llena de paz y algarabía. Se alcanzaron a ver las distintos séquitos que se aproximaban, algunos viniendo de lejanos puntos, desde el extremo por donde viene el sol en las mañanas, hasta el otro por donde se retira a descansar adormilado en los anocheceres. Todos los caciques o yucayeques habían prometido venir al gran evento.

El primero en llegar a la famosa celebración fue Guarionex, el cacique, que vino con nutrida compañía. Vestido en llamativa vestimenta y plumaje en la cabeza. Masculino, corpulento, bravo y orgulloso. El representaba una de las más ricas regiones de la isla, el cacicazgo de Maguá, y muchos ciguayos también formaban parte de esta comitiva. Este séquito decidió venir dividido, algunos arribando en canoas, bordeando el oeste de la isla y trayendo con ellos numerosos presentes. Muchas bellas taínas engalanadas con hermosas flores, pintorescas vestimentas, adorables guayzas, y cabelleras como el negro tinto, acompañaban la lucida embajada.

Después se oyó un sonido, que pareció como si se aproximara otra tropa de invitados, estos venían trotando, como para no llegar tarde, los baihabaos o tambores anunciando la llegada. Era el Cacique Guacanagarix, magnánimo y de noble estirpe taína, ilustre y generosa, llevando en su mano un hermoso bastón de guayacán. De él se decía que contaba con gran sabiduría, siendo un maestro en negociar la paz que por tantos años se había disfrutado  en la isla. Venerado y respetado por todos en su cacicazgo de Marién, que tenía su capital en El Guarico. Amapola y su madre, perteneciendo a los nitaínos de éste cacicazgo, lucían magníficas, hermosamente ataviadas con atractivos  adornos, y abundantes  guanines dorados,en el cuello,los brazos y las hermosas piernas, que brillaban con los rayos del sol.

No bien había llegado ese cortejo, cuando se oyó un fututo, anunciando que alguien muy importante se aproximaba. Era otra numerosa comitiva, que se notaba extenuada. Parecía que venían de lejos, pero aun así, se les notaba el porte. Ellos eran los del cacicazgo de Higüey, en la parte oriental de la isla. El Cacique Cayacoa delante, mostrando la templanza, la disposición del valeroso guerrero dispuesto al sacrificio y a dar su vida para defender la tierra de sus ancestros. Con su nariz aguileña, prueba de su fiereza; él tenía el caminar erecto y sus ademanes rígidos e imperiosos. Lucía las vestimentas ricamente adornadas, y su presencia era digna y carismática.  

El próximo tumulto que se oyó fue cuando apareció el famoso Caonabo, Yucayeque que era de uno de los más ricos cacicazgos, el de Maguana. Fama iba que tenía sangre caribe, y que peleaba lo mismo que un león, cuando era necesario. Le acompañaba su esposa Anacaona, de excepcional belleza, ella venía rodeada de numerosos nitaínos, que franqueaban su paso. Su caminar erguido y su porte atractivo, con la frente alzada, y los largos cabellos negros con la pureza del taíno natural, que caían sobre los numerosos guanines que ella llevaba. Ella era hermana del joven que se unía en lazos matrimoniales. Su belleza y su honor eran legendarios, y sólo de mirarla se podía  sentir su influjo encantador y fascinante, como sirena hecha del cacao, que al ser mirada encantaba, aturdía y turbaba.

Todo estaba listo para las famosas festividades, con todos los jefes del cacicazgo de Jaragua, austeros y mesurados, satisfechos y solemnes; ataviados para la tan esperada ocasión, con plumajes, y argollas doradas, todos vestidos de henequén. Las aves de la isla se veían volar en regocijo, pudiéndose apreciar cómo hacía ruidos vibrantemente. Frutas por donde quiera, dulces como la miel, probándose así la cualidad tropical para el dulzor de las frutas. Hermosas flores que impregnando el ambiente de perfume, engalanaban todo, dándole más belleza al escenario y más natural tono a la celebración. Los niños taínos  correteaban sin descanso, participando de la feliz ocasión y proporcionando más vida y actividad al ambiente.

Bateas colmadas de batatas o boniatos, otras llenas de yuca y muchísimas repletas del pan de casava. Todo tipo de mariscos y peces que habían sido pescados por medio del bayguá, algunos cocinados en las pailas de barro y otros sabrosamente preparados para el fuego y el burén. Todas las barbacoas diestramente arregladas y organizadas para la ocasión. En otras barbacoas las iguanas asadas, que lucían deliciosas. Huevos del carey y unos que otros manatíes. Todo estaba deliciosamente cocinado, con una vista que incentivaba el apetito. Diversos tipos de jicoteas, que lo mismo se asaban en las hogueras y que olían estupendo. Despues de haber sido diestramente limpiados y secados al sol, muchas guábinas, lizas y dajaos, preparados con el jugo de la jagua, el colorante de la bija y el agrio del limón.

Los bohíos y caneyes lucían magníficos, todos engalanados para las festividades que se  fraguaban. Algunos recién preparados y arreglados con el palo de la capa prieta; y otros reconstruidos con el árbol de la canela cimarrona, lo que les daba una agradable coloración amorronada y un olor a limpio. Las hamacas habían sido recogidas para que nada obstruyera el paso, y hubiera más espacio. Hasta los naborías habían dejado sus tareas agrícolas, abandonando los conucos para integrarse totalmente en los eventos, ayudando para que todo saliera a la perfección. Apartados para no entorpecer los invitados, se veian utensilios de diario uso, como el cibaguán y el guariquitén, lo mismo que los calabazos del higüero, llenos de agua fresca.

Siete años transcurrieron, en los que Bohechío y Amapola estuvieron atados, arrastrados por felices vínculos, sus cuerpos inundados de ardor y de pasión. Siete años con la isla de Ayití como testigo, para que ellos libremente disfrutaran sus juveniles años, sus ardientes promesas. Fruto de aquella unión, dos hermosos niños fueron el producto; hermosos niños exponentes de la raza taína. A la muerte del anciano yucayeque Cayuco, estando en línea entre los importantes nitainos, Bohechío ascendió a la cabeza del cacicazgo de Jaragua. Aunque aún joven, él tenía el respeto y la aceptación de toda la población de su territorio.

¡Ay aquellos espléndidos e incomparables días de Hayití!, donde todo se amalgamaba en un rincón feliz, repleto de tranquilidad; donde la vida se reflejaba en todo. Todo había resultado perfecto. Todo acaeció un sueño tornado realidad. La atracción natural se conjugó con la pacífica y acogedora vida isleña. Un círculo perfecto de pasión, muy pocas veces visto, mezclado de  nobleza, juventud, y la libertad de ser joven, de disfrutar la vida. Romance combinado con románticos días.

Lo natural ligado con lo que naturalmente pertenece, la armonía del viento y el sol acariciando a quienes tienen todo el derecho a estar, porque les atañe. Lo virgen y genuino arropando la isla que pertenecía, porque todo pertenecía a la isla. La paz que se podía sentir y oler, y se quedaba  enredada en las lianas, y en árboles grandes y pequeños. Lo cautivador de un mundo fascinante, que se había aliado con lo maravilloso de la vida amada y pura. La vida que nunca puede llamarse un mito, porque estaba ahí en la realidad que se podía tocar, ver y admirar. La civilización que habiendo encontrado hogar por cientos de años en espléndidas tierras, representaba miles de años de civilización humana.

¡Oh, qué maravillosos días! ¡Cómo el sol alumbraba y calentaba todo, cómo los árboles, insectos, reptiles, aves, todos los animales, incluidos los animales humanos, disfrutaban felizmente de el calor vivificante! ¡Oh, cómo el viento pasaba, suavemente acariciando todo! ¡Oh, cómo las olas del mar hacían cosquillas a la isla toda, para mantenerla constantemente alegre! ¡Oh, cómo el rocío de las mañanas parecía gotas de plata en las hojas de los árboles, dando una increíble tonalidad a aquellas matutinas horas! ¡Cómo el olor del suelo se sentía dondequiera, natural agradable, saludable, puro y amistoso! ¡Cómo los bejucos de las matas de mate tapizaban de verde los meandros, por donde corrían cantarinos, alegres riachuelos!¡Ay qué isla tan hermosa, con tan pristinas tierras! ¡Ay qué bueno era gozar, cuando gozosamente se gozaba lo que con gozo se podía gozar gozando!  

Entonces vino el terremoto blanco, los maldadosos con las cruces y los perros; los emisarios malignos que trajeron el mal y la viruela. Los violadores, que llenaban los bohíos y caneyes con los niños y ancianos encerrados para freírlos como si fueran puerco asado. Los que trajeron las enfermedades venéreas y contagiaron la raza taína, los que maliciosamente supieron combinar las sotanas de los hipócritas con la diabólica soldadesca. El flagelo de allende que llegó sin ser invitado. Los que provocaron quejidos y lamentos que aún después de quinientos años, todavía están entrapados en los valles y montañas de la pobre isla de Quisqueya. Las atrocidades que se llevaron más de dos millones de vidas, que dejaron el querido suelo huérfano de nobleza, de pureza y pudor. Los bellacos que gozaban viendo los perros comiendo intestinos, después de dolorosamente morder y descuartizar a los inocentes pobladores. Las sogas tejidas del árbol de la cabuya, que fueron testigos de las tantas canalladas, los amargos días y dolorosos clamores de las victimas que desconocían los motivos de los ejecutores que los ahorcaban.

África lo sufrió, con los portugueses y holandeses, y los franceses, belgas e italianos que como perros rabiosos, se dividieron el territorio, como si las gentes que vivían allí no existieran, imponiendo creencias religiosas a la fuerza, y saqueando todas las riquezas. Y el que osaba oponerse al latrocinio, caía fulminado con el rayo feroz de los invasores, llevándose todo, dejando sólo un cargamento de miseria, y la otra miseria mas perversa, la miseria de las supersticiones y las creencias que han mantenido aquel continente debajo de la bruma más abjecta y despiadada por siglos.

Y el despiadado contacto entre lo bueno y lo perverso, entre el que vivía allí y el que vino a quitarle lo suyo, a quitarle su puesto, cucuteando todo, sin derecho, sin control, infamemente, con vandalismo; empecinado más que nada en hacer el mal, y sin pararse aunque sea por un instante a pensar que dentro de las profundas características del humano, podría haber lástima, uno de los más profundos rasgos que el humano puede enseñar algunas veces. Como el que se presenta de improviso y dice:”Hola, yo vine a quitarte lo tuyo, y a enseñarte y dejarte mis ideas más sórdidas, mezquinas y dañinas; las ideas que nunca han beneficiado el progreso de la sociedad humana; espera algunos siglos, y tú comprenderás lo que te estoy diciendo”

Es el choque de civilizaciones, dicen algunos; el más fuerte subsiste, como explicara Darwin en  el mundo natural, sólo que esta vez en el medio social. Y no hay manera de restringir al portador de la bandera triunfante, sea ello en modernos tiempos, o como sucedió en tiempos pasados. Es la  perfidia y salvajismo del victorioso, del que se impone a través de ”la hacha y el machete.”

India y Australia también lo sintieron, cuando el ruin e imperioso inglés los ahogó en sus propias sangres, chupándoles la vida y las fortunas, como voraces sanguijuelas. El caso de Brasil igual está ahí, para que se le tome como ejemplo, donde los maniáticos portugueses, dieron un ejemplo de lo que es el terror y atrocidad del poderoso, cuando cuenta con superiores armas y ejércitos de entrenados criminales. Lo mismo está ahí las avanzadas civilizaciones, Incas, Mayas y Aztecas, donde los brutales españoles engordaron bebiéndoles la sangre y nutriéndose de su manteca.
Robando y apropiando lo de el otro a la fuerza; cogiendo lo que no les pertenecía, aunque se incurriera en crímenes monstruosos y espantosos. Cuando se decide usurpar las riquezas, no importando aniquilar al que las produjo, arruinando la vida de el genuino propietario.

Otros ingenuamente tratan de explicar que eran tiempos más simples, diferentes y mejores, donde el humano vivía más cerca de la naturaleza, y el mundo natural proveía lo que se necesitaba, para vivir en paz y satisfecho. Que no había la manera de defenderse. Que era de esperarse que vinieran avanzadas, solapadas en las corrientes religiosas, abriendo el camino para que entraran esos avaros explotadores, que brutalizaron y acumularon riquezas en sus arcas, sin importarles lo más importante, la vida del humano.

Mientras tanto, todo lo que fue bello y puro desapareció, los granos de oro desgranados en el  tiempo y perdidos en los hediondos y nauseabundos bolsillos de estoicos mercaderes, que aparecieron pisoteando para explotar, acumular y arbitrariamente comercializar. Multiplicando las  maldades del sistema feudal y poniéndolas esta vez en mano de la arrogancia y la insolencia, la prepotencia y la indecencia, y la malevolencia y la indolencia. Todo esto junto en cuatro palabras: la falta de conciencia. Y miles fueron arrojados al mar, para que las fieras marinas los desflecaran y así los maldadosos poder cubrir evidencias y tratar de esconder hipócritas procederes, Muchísimos otros fueron quemados, aburados como chicharrones y tirados en miles de fosas comunes, donde con el tiempo crecieron la hierba y los árboles, que cubrieron la ruindad.

Tampoco hay que olvidar que muchas de esas pías doñas españolas, sin poder controlar infames ancestrales emociones, celosas y envidiosas de la natural belleza y el ardor de la pasión taina, que corría en la sangre de las bellas exponentes de su raza, mandaban bravucones y matones a asesinarlas sin conmiseración alguna, cuando sospechaban que los infieles esposos estaban encaprichados de ellas, no importando que muchas estuvieran preñadas e indefensas. ¡Que no se escondan, que no son inocentes!

Y aquí fué donde estuvo la tremenda ceguera del españolizante Manuel De Jesús Galván en su obra “Enriquillo”,que en vez de defender lo bueno, el trastorno de la época lo indujo a justificar  lo malvado. En vez de adoptar la corriente renacentista de la razón y lo justo, propagando imparciales puntos de vistas, apoyó las malvadas creencias supersticiosas y malignas de la inquisición, creencias que quedaron plasmadas y de manifiesto en uno de los más atroces e insólitos casos, cuando un grupo de infelices y humildes jefes taínos fueron invitados a una gran recepción en la ciudad de Santo Domingo, sólo par ver sus lenguas saliendo de sus bocas cuando fueron colgados por el cuello, ruindad del cobarde, pérfido e infame, que los engañó de esa burda manera. La pobre Anacaona, famosa por su legendaria belleza, la flor de oro de la raza taína, fué uno de aquellos que sufrieron aquella horrible, alevosa y criminal muerte.

Y no importa lo que piense el turista, no importa lo mucho que se divierta, no importa lo bien que se sienta, y lo bien que disfrute el ambiente; que la colinas, los cerros, los valles y las cordilleras, llorarán por siempre, esperando que regresen los días que se fueron, como lo haría una madre, en espera de los hijos, que partieron en un largo viaje, con inconmensurable amor indecible. Aunque se sabe bien que esto es imposible. Y no importa lo mucho  que los dominicanos y haitianos bailemos y cantemos divertidos. No importa lo mucho que amemos nuestra tierra. Siempre se escuchará el eco de quejidos y lamentos en las silentes noches de la isla, producidos por humanos que sufrieron tantos golpes atroces inmerecidos.

Y cuando se canten y bailen esos merenguitos,
que con placer se disfrutan  monte adentro,
quizás estos versos en algo ayudarían, 
para darles  más viveza a las  melodías:

”Todos ellos partieron tristes y angustiados,
malvadamente manipulados y engañados,
en la lejanía se puede ver el tren en que se fueron,
perdiéndose en la penosa y amarga bruma del tiempo,
se fue cargado de martirios, horrores y tormentos”