Su hija siendo una de las más hermosas jóvenes, de todas
aquellas bellas que tongoneaban sus cuerpos mientras sin parar bailaban
alrededor de la hoguera, dándole más calor y viveza al areíto, su madre la
miraba con ojos de admiración, orgullosa de su hija. Su cuerpo tallado con
perfecto acabado, su color como el chocolate, su risa alegre, dejando escapar
la promesa de la ternura y la incandescencia de esos primeros días, cuando las
flores se abren, embriagando todo con perfume endrogante y agradable. Aveces, al
mirarla, ella se quedaba taciturna, profundamente pensativa, recordando los
años cuando ella misma fue joven, recorriendo los frescos valles esplendorosos,
llenos de flores, muchas veces siguiendo los colores del arcoiris y con la
mirada fija en el lejano horizonte azul de la isla conocida como Ayití.
Ella sabía que no estaba lejano el día en que un galán
fuerte y atractivo viniera y la arrancara de sus maternos brazos. La
magnífica representante de la ardiente taína raza; la que corría por las playas
recogiendo caracolitos y coleccionándolos por colores, con
sus bonitos piesecitos como envueltos en terciopelo; la que dormía
en los lechos de flores que ella misma seleccionaba, para deleitarse con su
aroma. La pequeña doncella que al caminar, con su cuerpo desnudo, todos
admiraban. Su torso al descubierto y los pezones que invitaban a jugar los
naturales juegos del amor, y que producían el ardor en la sangre de los jóvenes
de Marién, que apasionadamente la miraban de forma subrepticia, sin poder
contener la atracción corporal, el instinto que conquista montañas,
glaciares árticos y antárticos y que no hay fuerza que pueda doblegar ni
contener. Se han dado casos de humanos peculiares, que traen con ellos todo. Admirados
por todos, y todos sintiendo la involuntaria obligación de protegerlos, mimarlos,
de confiar en ellos, de someterse mansamente a su influjo alegre, provocativo y
serpentino. Es la pasión humana por la admiración de lo perfecto, que raras
veces puede aparecer en la imperfección de los humanos.
Su nombre era Amapola. Su raza, la más pura estirpe taína, la
raza que triunfó en tremendas batallas contra los Guanahatabeyes, la otra
nación que se fue desmigajada en el tiempo y que estuvo en la isla antes que
ellos. Su padre fue un aguerrido guerrero que pereció en el campo de
batalla; hermoso taíno que sabía usar la macana, el arco y las flechas con
poderoso ímpetu, y con formidable e inigualable temple. Murió en una
emboscada, por donde hay una mata de níspero, aledaña a la rivera de río, donde
a veces las tórtolas arrullan, y donde todavía reverdece una mata de bija,
reviviendo las reminiscencias de aquellos lejanos días.
Ella la había amamantado cuando tierna, y la vio crecer
y jugar con las mariposas, siguiéndolas mientras iban de flor en flor, con pura
inocencia admirando sus colores; desde niña subiéndose en las matas de frutas. Y
la vio convertirse en hermosa mujer joven, con los negros cabellos que le
cubrían el cuerpo. Soberbia descendiente del linaje Arawac. Pura como el aire
mañanero. Vivaz como los rayos del sol quisqueyano. Con una simple mirada se
podía apreciar la pureza de la sangre que le corría en las venas, la nobleza de
la sangre taína.
Aunque algunos caciques preferían manejar los asuntos de los
cacicazgos de forma peculiar, no era raro que en algunas ocasiones, el gran
concilio de toda la isla de Ayití, se reuniera para tratar algunas comunes
inquietudes, fuera ello los efectos devastadores de los ciclones; otras veces
la escasez de los productos agrícolas, mermados debido a la sequía. Incluso, hubo
una vez en que todos juntos tuvieron que hacer frente a violentos Caribes que
vinieron del sur, y que hasta hablaron de inimaginables riquezas, todo tipo de
productos agrícolas, de extrañas frutas, del pan de maíz, y de
enormes aves que abrían sus alas en elevadas montañas, pasando lentamente como
estudiando todo.
Tampoco era extraño que algunos cacicazgos celebraran la
unión de uno que otro jóvenes, que aún perteneciendo a diferentes regiones, en
algún momento se habían prometido amor, pues la atracción amorosa es una
electrificante corriente que no sabe de fronteras, atalayas, brazos marinos o
tupidas junglas. En estas ocasiones se bailaba el areíto, y se bebía el
vicú o licor hecho de la fermentación de la yuca o mandioca. Además, se veía
a los viejos del grupo disfrutando del humo del tabaco, mientras referían
viejas historias que los jóvenes atentamente escuchaban, con gran interés, y
sin mover los ojos.
No es de dudar que así fuera que vino a suceder que un
día, en una fresca primaveral mañana, mientras las flores de los valles estaban
siendo visitadas por los zumbadores, y los vientos de barlovento todavía no
soplaban los calores del trópico; cuando las amapolas pintaban el panorama, dándole
un hermoso anaranjado colorido a todo, un apuesto joven, fornido y de bronceada
piel, pensó que él había oído un ruido en la cañada. Quizás fue una
jutía o un solenodón pensó el muchacho, o una lechuza que voló de su
nido, o podía ello haber sido la corriente del río, al chocar con una yagua que
cayó de una palma, figuró él sorprendido. El estaba cierto de haber
oído algo. Y levantó su arco, preparando una flecha, con los músculos
tensos, recordando una historia que contaba su padre, acerca de visitantes que
venían a la isla en horas de la noche, merodeando y trayendo con ellos
violentas intenciones, muchas veces cargando con productos y raptando mujeres,
que tomaban con ellos para el sur, de donde se hablaba de inmensos territorios
y de extrañas bestias. Esos hombres referían de ríos gigantescos y de exóticas
junglas, y de enormes aves que volaban sobre helados picos. Esas furtivas
visitas sucedían a menudo, desde tiempos inmemoriales. Sabiendo todo esto,
porque también lo había escuchado de boca de algunos de los fieros taínos
guerreros, que hacían mención de ello en las calurosas noches, cuando todos
acudían a oír los viejos cuentos, que los viejos contaban, fue que el
apuesto joven, indolentemente se acostó sobre la fresca grama, tratando
de mirar qué era lo que de tal manera su atención había
llamado.
Describir la sensación de pena, angustia, debilidad, melancolía,
desvalidez, todo mezclado en una emocionante aventura que pareció durar
siglos, pero que realmente sucedió en algunos fugaces segundos, necesitaría
de largas narraciones, donde tendría que hablarse del carácter humano y sus
flaquezas, de conexiones profundas en el cerebro, relacionadas con descargas
hormonales, y de reacciones corporales que son como volcanes en los años
jóvenes. Esta es la única forma en que sería posible explicar y
exponer en detalle lo que ocurrió con él en aquel instante.
Todavía ella no se había percatado de su presencia. Ella
simple e inocentemente se preocupaba de mirar las nubes, que pasaban como
blancos ferrocarriles, sin dirección alguna, sonriéndose al pasar apresuradas, del
idílico ensueño tormentoso que se estaba fraguando allá debajo.
El nombre del joven era Bohechío, fervoroso y con fuerte
musculatura, ágil como un felino, con ojos como el carbón encendido,
llevando en él la fiereza del defensor, responsable,
sereno, inquebrantable, nunca dando su brazo a torcer, cuando
se trataba de proteger el territorio. Aún siendo tan joven se podía notar que
llevaba en él el temple del líder. Su hermana Anacaona era ya famosa por
su legendaria belleza. El pertenecía al cacicazgo de Jaragua, en el occidente
de la isla quisqueyana, también conocida con el nombre de Ayití o “Tierra
de las altas montañas”.Fama había que él como nadie jugaba al batú,o juego
de pelota, cuando todos los jóvenes se medían en el batey, y que ninguno había
sido capaz de ganarle en las luchas, que
como gladiadores, se enfrentaban aquellos jóvenes taínos
en las frecuentes celebraciones, en las argentinas noches de Quisqueya, claras
como el día; con la luna que daba la impresión de una torta de casava. Habían
algunos que decían que aún siendo tan joven, él tenía el arrojo requerido para
algún día llegar a ser un Cacique o Yucayeque.
Cuando ella lo vio no supo lo que hacer, su cuerpo
quebrantado, estupefacto, sus labios ardorosos delatando la pasión, en prueba
de la sangre caliente circulando en su cuerpo. Los manojos de flores que ella
tenía en sus manos cayeron donde quiera. Ella huyó entre los árboles,
como antílope herido, tratando de escapar del influjo que él había
producido en su cerebro, no sabiendo en su juventud lo traicionero
de la atracción humana, donde un fugaz contacto puede crear raíces que crecen
como pulpos y se convierten con el tiempo en telarañas tan fuertes, que son
capaces de enfrentar las más potentes tempestades. Siguiendo el
trillo aledaño al riachuelo, la joven corrió y corrió igual que una gacela
perseguida por el fantasma de lo desconocido; de sentir algo nuevo, que nunca
jamás antes ella había sentido.
Cuando llegó a la aldea, no supo lo que hacer, sin
sosiego, intranquila, las lágrimas cubriendo sus hermosos ojos, llorando
amargamente y sin saber porqué. Que así es el veneno del primer amor, de
la virgen pasión que quema y que convierte el cuerpo en un horno voraz, dulce,
amargo y salado al mismo tiempo. La madre la miró curiosamente. Su intuición
materna le indicó de inmediato que algo no era normal, que su amada hija
no era la misma.” Quizás estaba enferma, o se había
caído,” pensó ella. “Amapola, mi amor, ¿qué te sucede? ¿Por
qué ese río de lágrimas? ¿De dónde la piel enrojecida, te duele
algo? Ven a mis brazos hija, que yo te protejo.” Al abrazarla, la madre
notó que la joven temblaba, como si el pánico se hubiera apoderado de su
bello cuerpo, y la risa se hubiera evaporado de sus bonitos
labios.”¿Qué te pasa amor mío?” preguntó ella, asombrada del extraño
fenómeno. Cuándo iba a sospechar la preocupada madre que su adorada hija estaba
herida, con la herida que produce calor y frío al mismo tiempo, la herida donde
las sensaciones de alegría y congoja pueden convivir en el mismo buqué,
nutriéndose de las diarias experiencias que el humano ha aprendido de la
naturaleza.
El, Bohechío, el que varonilmente jugaba a la pelota, uno de
los del frente, cuando se iba a enfrentar a los violentos visitantes, que periódicamente
en son de guerra, venían a la isla; el que nunca fallaba una flecha cuando la
enviaba con muscular destreza, él que nunca había visto similar belleza, se
sentó en el tronco del árbol, con miedo a que la visión se evaporara,
se fuera de su mente, que la imagen desapareciera, anonadado y cautivado.”¿Y si
era todo un sueño? ¿Si su imaginación lo estaba traicionando?”
pensó él maravillado. Pero ahí estaban las flores, todavía frescas,
regadas por doquiera.
No son necesarios muchos detalles imaginativos para exponer
lo que siguió después del famoso encuentro. Las miradas
furtivas, los contactos de las manos en los bailes nocturnos y las fiestas de
palos, las flores halladas en inesperados lugares, los encuentros fortuitos, las
incontrolables sonrisas, dejando traslucir las emociones; visitas
familiares, regalos; el amor taíno mezclado con viril juventud mirando la luna
con promesas sonrientes y disfrutando las estrellas fugaces, que tan comúnmente
aluzan las noches quisqueyanas; el sufrimiento de tener que esperar al otro
día, a que saliera el sol, que se tardaba tanto para volver en las mañanas.
¿Cómo controlarse ante la existencia de semejante pureza y
el idilio de igual belleza? ¿Cómo triunfar ante el ímpetu y fuerza de la
juventud? ¿Cómo tener la paciencia de tener que aguardar para verse otra
vez? El oír su nombre en el cantar de las aves, sin podérselo arrancar de la
mente ni siquiera por un minuto. Las secretas escapadas para mirar la luna
reflejada en las olas, en las noches claras como el día, en la blanqueada arena
de las playas. Seducción mutual y vibrante, preludio de la pasión que se estaba
cociendo en el fogón volcánico de aquellos hermosos taínos dos amantes.
De festejos nupciales se oyó hablar, siendo invitados
todos los caciques taínos, por medio de emisarios, que recorrieron la isla de
punta a punta llevando la noticia. No habiendo en la isla de Quisqueya especie
alguna de animales de montura, lo que era de esperarse, pues la isla
emergió con las otras de las profundidades del océano, hacía más de 50
millones de años, en el Período Eoceno y durante uno de esos cataclismos que a
menudo ocurren en el planeta tierra.
Cuando el gran día nupcial llegó, con grandes pompas, la
isla entera llena de paz y algarabía. Se alcanzaron a ver las distintos
séquitos que se aproximaban, algunos viniendo de lejanos puntos, desde el
extremo por donde viene el sol en las mañanas, hasta el otro por donde se
retira a descansar adormilado en los anocheceres. Todos los caciques o
yucayeques habían prometido venir al gran evento.
El primero en llegar a la famosa celebración fue Guarionex,
el cacique, que vino con nutrida compañía. Vestido en llamativa vestimenta y
plumaje en la cabeza. Masculino, corpulento, bravo y orgulloso. El representaba
una de las más ricas regiones de la isla, el cacicazgo de Maguá, y muchos
ciguayos también formaban parte de esta comitiva. Este séquito
decidió venir dividido, algunos arribando en canoas, bordeando el oeste de
la isla y trayendo con ellos numerosos presentes. Muchas bellas taínas
engalanadas con hermosas flores, pintorescas vestimentas, adorables guayzas, y
cabelleras como el negro tinto, acompañaban la lucida embajada.
Después se oyó un sonido, que pareció como si se
aproximara otra tropa de invitados, estos venían trotando, como para no llegar
tarde, los baihabaos o tambores anunciando la llegada. Era el Cacique
Guacanagarix, magnánimo y de noble estirpe taína, ilustre y generosa, llevando
en su mano un hermoso bastón de guayacán. De él se decía que contaba con
gran sabiduría, siendo un maestro en negociar la paz que por tantos años se
había disfrutado en la isla. Venerado y respetado por todos en su
cacicazgo de Marién, que tenía su capital en El Guarico. Amapola y su madre, perteneciendo
a los nitaínos de éste cacicazgo, lucían magníficas, hermosamente
ataviadas con atractivos adornos, y abundantes guanines
dorados,en el cuello,los brazos y las hermosas piernas, que brillaban con los
rayos del sol.
No bien había llegado ese cortejo, cuando se oyó un fututo,
anunciando que alguien muy importante se aproximaba. Era otra numerosa
comitiva, que se notaba extenuada. Parecía que venían de lejos, pero aun
así, se les notaba el porte. Ellos eran los del cacicazgo de Higüey, en la
parte oriental de la isla. El Cacique Cayacoa delante, mostrando la templanza,
la disposición del valeroso guerrero dispuesto al sacrificio y a dar su vida
para defender la tierra de sus ancestros. Con su nariz aguileña, prueba de su
fiereza; él tenía el caminar erecto y sus ademanes rígidos e imperiosos. Lucía
las vestimentas ricamente adornadas, y su presencia era digna y
carismática.
El próximo tumulto que se oyó fue cuando
apareció el famoso Caonabo, Yucayeque que era de uno de los más ricos
cacicazgos, el de Maguana. Fama iba que tenía sangre caribe, y que peleaba lo
mismo que un león, cuando era necesario. Le acompañaba su esposa Anacaona, de
excepcional belleza, ella venía rodeada de numerosos nitaínos, que franqueaban
su paso. Su caminar erguido y su porte atractivo, con la frente alzada, y los
largos cabellos negros con la pureza del taíno natural, que caían sobre los
numerosos guanines que ella llevaba. Ella era hermana del joven que se unía en
lazos matrimoniales. Su belleza y su honor eran legendarios, y sólo de mirarla
se podía sentir su influjo encantador y fascinante, como sirena
hecha del cacao, que al ser mirada encantaba, aturdía y turbaba.
Todo estaba listo para las famosas festividades, con todos
los jefes del cacicazgo de Jaragua, austeros y mesurados, satisfechos y
solemnes; ataviados para la tan esperada ocasión, con plumajes, y argollas
doradas, todos vestidos de henequén. Las aves de la isla se veían volar en
regocijo, pudiéndose apreciar cómo hacía ruidos vibrantemente. Frutas por donde
quiera, dulces como la miel, probándose así la cualidad tropical para el
dulzor de las frutas. Hermosas flores que impregnando el ambiente de perfume,
engalanaban todo, dándole más belleza al escenario y más natural tono a la
celebración. Los niños taínos correteaban sin descanso, participando
de la feliz ocasión y proporcionando más vida y actividad al ambiente.
Bateas colmadas de batatas o boniatos, otras llenas de yuca
y muchísimas repletas del pan de casava. Todo tipo de mariscos y peces que
habían sido pescados por medio del bayguá, algunos cocinados en las pailas de
barro y otros sabrosamente preparados para el fuego y el burén. Todas las
barbacoas diestramente arregladas y organizadas para la ocasión. En otras
barbacoas las iguanas asadas, que lucían deliciosas. Huevos del carey y unos
que otros manatíes. Todo estaba deliciosamente cocinado, con una vista que
incentivaba el apetito. Diversos tipos de jicoteas, que lo mismo se asaban en
las hogueras y que olían estupendo. Despues de haber sido diestramente
limpiados y secados al sol, muchas guábinas, lizas y dajaos, preparados con el
jugo de la jagua, el colorante de la bija y el agrio del limón.
Los bohíos y caneyes lucían magníficos, todos engalanados
para las festividades que se fraguaban. Algunos recién preparados y
arreglados con el palo de la capa prieta; y otros reconstruidos con
el árbol de la canela cimarrona, lo que les daba una agradable coloración amorronada
y un olor a limpio. Las hamacas habían sido recogidas para que nada obstruyera
el paso, y hubiera más espacio. Hasta los naborías habían dejado sus tareas
agrícolas, abandonando los conucos para integrarse totalmente en los eventos,
ayudando para que todo saliera a la perfección. Apartados para no entorpecer
los invitados, se veian utensilios de diario uso, como el cibaguán y el
guariquitén, lo mismo que los calabazos del higüero, llenos de agua fresca.
Siete años transcurrieron, en los que Bohechío y Amapola
estuvieron atados, arrastrados por felices vínculos, sus cuerpos inundados de
ardor y de pasión. Siete años con la isla de Ayití como testigo, para que
ellos libremente disfrutaran sus juveniles años, sus ardientes promesas. Fruto
de aquella unión, dos hermosos niños fueron el producto; hermosos niños
exponentes de la raza taína. A la muerte del anciano yucayeque Cayuco, estando
en línea entre los importantes nitainos, Bohechío ascendió a la cabeza del
cacicazgo de Jaragua. Aunque aún joven, él tenía el respeto y la
aceptación de toda la población de su territorio.
¡Ay aquellos espléndidos e incomparables días de Hayití!,
donde todo se amalgamaba en un rincón feliz, repleto de tranquilidad; donde la
vida se reflejaba en todo. Todo había resultado perfecto. Todo acaeció un
sueño tornado realidad. La atracción natural se conjugó con la pacífica y
acogedora vida isleña. Un círculo perfecto de pasión, muy pocas veces visto,
mezclado de nobleza, juventud, y la libertad de ser joven, de
disfrutar la vida. Romance combinado con románticos días.
Lo natural ligado con lo que naturalmente pertenece, la armonía
del viento y el sol acariciando a quienes tienen todo el derecho a estar,
porque les atañe. Lo virgen y genuino arropando la isla que pertenecía, porque
todo pertenecía a la isla. La paz que se podía sentir y oler, y se
quedaba enredada en las lianas, y en árboles grandes y
pequeños. Lo cautivador de un mundo fascinante, que se había aliado con lo
maravilloso de la vida amada y pura. La vida que nunca puede llamarse un mito,
porque estaba ahí en la realidad que se podía tocar, ver y admirar. La
civilización que habiendo encontrado hogar por cientos de años en espléndidas
tierras, representaba miles de años de civilización humana.
¡Oh, qué maravillosos días! ¡Cómo el sol alumbraba
y calentaba todo, cómo los árboles, insectos, reptiles, aves, todos los
animales, incluidos los animales humanos, disfrutaban felizmente de el calor
vivificante! ¡Oh, cómo el viento pasaba, suavemente acariciando
todo! ¡Oh, cómo las olas del mar hacían cosquillas a la isla toda, para
mantenerla constantemente alegre! ¡Oh, cómo el rocío de las mañanas
parecía gotas de plata en las hojas de los árboles, dando una increíble
tonalidad a aquellas matutinas horas! ¡Cómo el olor del suelo se sentía
dondequiera, natural agradable, saludable, puro y amistoso! ¡Cómo los
bejucos de las matas de mate tapizaban de verde los meandros, por donde corrían
cantarinos, alegres riachuelos!¡Ay qué isla tan hermosa, con tan pristinas
tierras! ¡Ay qué bueno era gozar, cuando gozosamente se gozaba lo que
con gozo se podía gozar gozando!
Entonces vino el terremoto blanco, los maldadosos con las
cruces y los perros; los emisarios malignos que trajeron el mal y la viruela. Los
violadores, que llenaban los bohíos y caneyes con los niños y ancianos
encerrados para freírlos como si fueran puerco asado. Los que trajeron las
enfermedades venéreas y contagiaron la raza taína, los que maliciosamente
supieron combinar las sotanas de los hipócritas con la diabólica soldadesca. El
flagelo de allende que llegó sin ser invitado. Los que provocaron quejidos
y lamentos que aún después de quinientos años, todavía están entrapados en los
valles y montañas de la pobre isla de Quisqueya. Las atrocidades que se
llevaron más de dos millones de vidas, que dejaron el querido suelo huérfano de
nobleza, de pureza y pudor. Los bellacos que gozaban viendo los perros comiendo
intestinos, después de dolorosamente morder y descuartizar a los inocentes
pobladores. Las sogas tejidas del árbol de la cabuya, que fueron testigos de
las tantas canalladas, los amargos días y dolorosos clamores de las victimas
que desconocían los motivos de los ejecutores que los ahorcaban.
África lo sufrió, con los portugueses y holandeses, y los
franceses, belgas e italianos que como perros rabiosos, se dividieron el
territorio, como si las gentes que vivían allí no existieran, imponiendo
creencias religiosas a la fuerza, y saqueando todas las riquezas. Y el que
osaba oponerse al latrocinio, caía fulminado con el rayo feroz de los
invasores, llevándose todo, dejando sólo un cargamento de miseria, y la otra
miseria mas perversa, la miseria de las supersticiones y las creencias que han
mantenido aquel continente debajo de la bruma más abjecta y despiadada por
siglos.
Y el despiadado contacto entre lo bueno y lo perverso, entre
el que vivía allí y el que vino a quitarle lo suyo, a quitarle su puesto,
cucuteando todo, sin derecho, sin control, infamemente, con vandalismo;
empecinado más que nada en hacer el mal, y sin pararse aunque sea por un
instante a pensar que dentro de las profundas características del humano,
podría haber lástima, uno de los más profundos rasgos que el humano puede
enseñar algunas veces. Como el que se presenta de improviso y dice:”Hola, yo
vine a quitarte lo tuyo, y a enseñarte y dejarte mis ideas más sórdidas,
mezquinas y dañinas; las ideas que nunca han beneficiado el progreso de la
sociedad humana; espera algunos siglos, y tú comprenderás lo que te estoy
diciendo”
Es el choque de civilizaciones, dicen algunos; el más fuerte
subsiste, como explicara Darwin en el mundo natural, sólo que esta
vez en el medio social. Y no hay manera de restringir al portador de la bandera
triunfante, sea ello en modernos tiempos, o como sucedió en tiempos
pasados. Es la perfidia y salvajismo del victorioso, del que se
impone a través de ”la hacha y el machete.”
India y Australia también lo sintieron, cuando el ruin e
imperioso inglés los ahogó en sus propias sangres, chupándoles la vida y
las fortunas, como voraces sanguijuelas. El caso de Brasil igual está ahí,
para que se le tome como ejemplo, donde los maniáticos portugueses, dieron un
ejemplo de lo que es el terror y atrocidad del poderoso, cuando cuenta con
superiores armas y ejércitos de entrenados criminales. Lo mismo está
ahí las avanzadas civilizaciones, Incas, Mayas y Aztecas, donde los
brutales españoles engordaron bebiéndoles la sangre y nutriéndose de su
manteca.
Robando y apropiando lo de el otro a la fuerza; cogiendo lo
que no les pertenecía, aunque se incurriera en crímenes monstruosos y
espantosos. Cuando se decide usurpar las riquezas, no importando aniquilar al
que las produjo, arruinando la vida de el genuino propietario.
Otros ingenuamente tratan de explicar que eran tiempos más
simples, diferentes y mejores, donde el humano vivía más cerca de la
naturaleza, y el mundo natural proveía lo que se necesitaba, para vivir en paz
y satisfecho. Que no había la manera de defenderse. Que era de esperarse que
vinieran avanzadas, solapadas en las corrientes religiosas, abriendo el camino
para que entraran esos avaros explotadores, que brutalizaron y acumularon
riquezas en sus arcas, sin importarles lo más importante, la vida del humano.
Mientras tanto, todo lo que fue bello y puro
desapareció, los granos de oro desgranados en el tiempo y perdidos
en los hediondos y nauseabundos bolsillos de estoicos mercaderes, que
aparecieron pisoteando para explotar, acumular y arbitrariamente comercializar.
Multiplicando las maldades del sistema feudal y poniéndolas esta vez
en mano de la arrogancia y la insolencia, la prepotencia y la indecencia, y la
malevolencia y la indolencia. Todo esto junto en cuatro palabras: la falta de
conciencia. Y miles fueron arrojados al mar, para que las fieras marinas los
desflecaran y así los maldadosos poder cubrir evidencias y tratar de
esconder hipócritas procederes, Muchísimos otros fueron quemados, aburados como
chicharrones y tirados en miles de fosas comunes, donde con el tiempo crecieron
la hierba y los árboles, que cubrieron la ruindad.
Tampoco hay que olvidar que muchas de esas pías doñas
españolas, sin poder controlar infames ancestrales emociones, celosas y
envidiosas de la natural belleza y el ardor de la pasión taina, que corría en
la sangre de las bellas exponentes de su raza, mandaban bravucones y matones a
asesinarlas sin conmiseración alguna, cuando sospechaban que los infieles
esposos estaban encaprichados de ellas, no importando que muchas estuvieran
preñadas e indefensas. ¡Que no se escondan, que no son inocentes!
Y aquí fué donde estuvo la tremenda ceguera del
españolizante Manuel De Jesús Galván en su obra “Enriquillo”,que en vez de
defender lo bueno, el trastorno de la época lo indujo a
justificar lo malvado. En vez de adoptar la corriente renacentista
de la razón y lo justo, propagando imparciales puntos de vistas, apoyó las
malvadas creencias supersticiosas y malignas de la inquisición, creencias que
quedaron plasmadas y de manifiesto en uno de los más atroces e insólitos casos,
cuando un grupo de infelices y humildes jefes taínos fueron invitados a una
gran recepción en la ciudad de Santo Domingo, sólo par ver sus lenguas saliendo
de sus bocas cuando fueron colgados por el cuello, ruindad del cobarde, pérfido
e infame, que los engañó de esa burda manera. La pobre Anacaona, famosa por su
legendaria belleza, la flor de oro de la raza taína, fué uno de aquellos
que sufrieron aquella horrible, alevosa y criminal muerte.
Y no importa lo que piense el turista, no importa lo mucho que
se divierta, no importa lo bien que se sienta, y lo bien que disfrute el
ambiente; que la colinas, los cerros, los valles y las cordilleras, llorarán
por siempre, esperando que regresen los días que se fueron, como lo haría una
madre, en espera de los hijos, que partieron en un largo viaje, con
inconmensurable amor indecible. Aunque se sabe bien que esto es imposible. Y no
importa lo mucho que los dominicanos y haitianos bailemos y cantemos
divertidos. No importa lo mucho que amemos nuestra tierra. Siempre se escuchará el
eco de quejidos y lamentos en las silentes noches de la isla, producidos por
humanos que sufrieron tantos golpes atroces inmerecidos.
Y cuando se canten y bailen esos merenguitos,
que con placer se disfrutan monte adentro,
quizás estos versos en algo ayudarían,
para darles más viveza a las melodías:
”Todos ellos partieron tristes y angustiados,
malvadamente manipulados y engañados,
en la lejanía se puede ver el tren en que se fueron,
perdiéndose en la penosa y amarga bruma del tiempo,
se fue cargado de martirios, horrores y
tormentos”